Reportaje n.6 Bolivia 01-05-11
Carmelito de La Cruz al fondo con camisa blanca y Benita a mi lado, con mantón.
MJ.Vargas
Era sábado, siete de la mañana y con un frío que cala los huesos pero con mucha ilusión, nos dirigimos a conocer a los peculiares alumnos del curso de radio que íbamos a dar en la pequeña comunidad indígena de origen aymara, Achocalla.
Cargados con el pequeño equipo portátil para poder producir un programita de radio con los alumnos, los licenciados Álvaro Sanabria y José Luis Aguirre junto a quien les habla, nos adentramos en el camino y tras un rato de ruta por el campo, llegamos al encuentro con nuestros alumnos. Recuerdo eran no más de quince y de edades comprendidas entre los 12 y los 32 años. Sólo una de ellas tenía experiencia en radio, y la tenía de una forma muy peculiar: generaba sus noticias en lengua aymara para que la gente que no dominaba el español, pudiese estar informada de los acontecimientos que tenían lugar en el pueblito, ¡Me pareció una iniciativa, la de Benita, muy interesante!
Íbamos a poder realizar ese curso gracias a la iniciativa de una de las familias de la comunidad, la familia de La Cruz, propietarios de una pequeña emisora local que apesar de sus escasos recursos funcionaba de maravilla. Su fundador, D. Carmelo de La Cruz, moría en accidente de tráfico un año atrás y había hecho prometer a su esposa e hijos que seguirían con la emisora adelante. Por ello, les indicó buscasen ayuda en el SECRAD (Servicio de capacitación en radio y televisión para el desarrollo de la Universidad Católica boliviana) que dirigía su buen amigo, y excelente compañero mío de profesión, el Licenciado José Luis Aguirre.
La familia había alquilado un local, muy húmedo y frío por cierto, para que pudiésemos dar las clases. Pronto nos daríamos cuenta de que no tenía luz, pero mis compañeros mucho más acostumbrados que yo a este tipo de imprevistos, tocaron y trastearon cables hasta conseguir traer de la calle la electricidad necesaria para conectar al menos el sonido, y un ordenador con el que poder trabajar.
De pizarra, ni que hablar, pero José Luis muy capaz siempre de buscar recursos para llevar a cabo nuestras clases, pronto improvisó una pizarra con varios pliegos blancos de papel sábana, donde pudimos escribir sin problemas de espacio todo lo que necesitamos aquel día. Incluso lo bonito fue ver como los alumnos, despegaban esas hojas de la pared, al terminar el curso, para llevárselas a su casa o talvez quién sabe, si a la emisora de Achocalla para tener las pautas con las que comenzar a construir buenas noticias.
Ese día se habló mucho, incluso creo que hablé demasiado… pero lo hacía con la intención de motivar la participación de esos jóvenes que parecían asustados ante mi potente voz y que difícilmente eran capaces de mirarme a los ojos mientras les explicaba, no podía entender esa actitud de sumisión y había que acabar con ella cuanto antes. Si la falta de recursos no nos había frenado, mucho menos podía hacerlo un problema de comunicación entre comunicadores.
Así llegó la parte de cómo hacer una entrevista, y adelantándome a las palabras del propio José Luis, director del curso, les propuse a aquellos alumnos que me entrevistasen, era la única forma que se me ocurrió de crear complicidad con ellos. En ningún momento temí a sus preguntas, ni a que quisiesen saber nada de mi vida privada, intuí que aquellas personas no sentían interés porque no me reconocían como alguien próximo, así que debía hacer todo lo que estuviese en mi mano para cambiar esa situación.
Sintiéndonos próximos
De esta forma, micro en mano, me senté frente a aquella quincena de alumnos, como el torero que espera ver salir un toro bravo, y de repente aparece sin más una vaquilla. Descubrí entonces que no tenían desinterés, sino que sentían vergüenza y tristeza viéndose ante mí, como la joven mujer liberada que viene de un mundo moderno en el que ellos creen no tenemos carencias, ni complejos. ¡Ni mucho menos, había que cambiar esa impresión pronto!
De esta forma, micro en mano, me senté frente a aquella quincena de alumnos, como el torero que espera ver salir un toro bravo, y de repente aparece sin más una vaquilla. Descubrí entonces que no tenían desinterés, sino que sentían vergüenza y tristeza viéndose ante mí, como la joven mujer liberada que viene de un mundo moderno en el que ellos creen no tenemos carencias, ni complejos. ¡Ni mucho menos, había que cambiar esa impresión pronto!
Así comenzamos a hablar de su comunidad, me preguntaron como la veía y les dije que creía que la veía como hace unos años me contaban mis abuelos que era mi pueblo. Eso les hizo abrir los ojos de repente y buscarme la mirada, ¡cómo podía ser! si yo venía de la moderna España, ¿la gente vivía allí también así?, me preguntaban. ¡Claro mis queridos, en España también hay muchos agricultores, la diferencia entre ellos y ustedes es que ellos producen ahora en grandes cantidades, y ustedes producen para subsistir! ¿Cómo era antes cuándo sus abuelos?- decían- entonces medio inventé una pequeña historia, con muchas dosis de realidad, pero también con algo de ficción, pese a todo yo tenía que hacerles ver que no éramos tan diferentes y que la familia, al igual que para ellos, para nosotros también era lo más importante. Yo creo que mi abuelo, Don José Escobar, rió aquella mañana desde algún lugar del cielo, al escucharme decirles algunas de las cosas que él me contaba de niña.
Pero la historia dio resultado, después de ella salimos a comer al prado, donde pactaban también las ovejas, y mientras les contaba a mis dos compañeros el por qué de aquella atrevida intervención, ellos confirmaron, para mi sorpresa, que había sido la mejor forma de ganarme la confianza de aquella gente.
Y así fue, antes de terminar el descanso, Benita se acercó a mi para preguntarme si podía entrevistarme, ¡claro, de qué quieres hablar, pues! Y ella me dijo, de usted, señorita, de usted, de su país y de los bolivianos que van a España, ¿cómo viven ellos allá? Hablamos durante un buen tiempo, al terminar yo quise preguntarle cuantos años tenía, y me dijo, "sólo dos más que usted señorita, pero yo ya parezco viejita, no más".
Como a las tres de la tarde, después del thimphu de vaca que nos habían ofrecido como almuerzo y un tiempo de descanso, debíamos retomar las clases y ahora venía la parte práctica, así que nos dirigimos hacía la emisora de radio comunitaria de Achocalla, rodeada de lindas rosas y dos invernaderos, uno de ellos a rebosar de hermosas lechugas y flores de manzanilla, esa imagen me hizo recordar uno de los invernaderos de mi tío Pedro, donde muy a mi pesar, mi madre me invitaba a acompañarla para recoger algunas lechugas y otros productos que después utilizaríamos en la casa. La verdad, nunca me gustó mucho la vega, pero esta sensación me había hecho retroceder en el tiempo, hasta ver la sonrisa de mi madre mientras observaba mi poco arte para cortar alguna de esas lechugas.
Ahora creo que cuando visite el invernadero de las lechugas y la manzanilla, de mi tierra natal, lo haré con más gustó pues me recordará a Achocalla.
Creo que Carmelito de La Cruz debió notar algo de esto en mí, pues cuando recuperé la mirada y el pensamiento perdido en aquel sembrado de lechugas, sus ojos me esperaban con una sonrisa cómplice. Tal es así que horas después, al terminar el curso de producción radiofónica, Carmelito se dirigió a mi con dos espléndidos ejemplares de lechugas, quizá las más hermosas que recuerdo ver, ramillete de manzanilla en mano y un gran manojo de apio, ese fue el mejor pago que pude recibir por un día de clase, el pago agradecido de quien supo reconocer mi momento de nostalgia y valoró el precio de mi trabajo, con lo mejor que me podía ofrecer, lechugas para el recuerdo.